sábado, 9 de diciembre de 2017

Regreso del infierno

Obviamente no tuve éxito en mi intento de suicidarme. Esta parte del relato la estoy escribiendo en la casa de mis padres, a salvo ya de los viejos asesinos.

Me cuesta muchísimo relatar mis últimos momentos de encierro. Pero tengo que hacerlo para sacarlo de mi cabeza.

Cuando decidí que ya no había esperanzas, ejecuté el plan que había estado ideando desde la humillante cena del sábado pasado.

Empujé la estantería hasta que quedó tapando el gancho del que se agarraba la cadena. La aparté de la pared un poco; lo suficiente como para meterme entre la pared y la estantería. Estaba tan flaca que no hacía falta mucho espacio.

Actuaba sin pensar; sabía que, si pensaba, me iba a arrepentir.

Trepé los estantes hasta llegar al de arriba de todo. Me senté en él esperando que pasara algo que me detuviera. Cualquier cosa. Pero no pasó nada. La habitación se estaba oscureciendo poco a poco. En una hora iba a estar completamente a oscuras.

Era muy simple. Sólo tenía que dejarme caer, para que la cadena se tensara, sostenida por la estantería, y todo mi cuerpo quedara colgando de mi cuello.

Hasta que al fin lo hice.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que perdí el conocimiento. Recuerdo que mi mente empezó a disparar imágenes, como una presentación de diapositivas a gran velocidad. En esas imágenes yo reconocía cada rostro, cada lugar, cada situación. Hasta que la presentación se detuvo en una única imagen. Eran las caras de mis padres. Pero no como están ahora. Más jóvenes. Treinta años más jóvenes. Yo estaba en brazos de mamá. La mano temerosa de mi papá acariciaba mi mejilla con toda la delicadeza que podía. Los dos tenían lágrimas en los ojos y enormes sonrisas.en sus bocas.

No era justo para ellos. Tenía que vivir.

Tal vez logré sacudir mi cuerpo y eso hizo que la estantería cayera, o tal vez cayó simplemente por que mi peso la hizo inclinarse y perder el equilibrio. De pronto yo estaba tirada en el piso y la estantería caía sobre mí. Por suerte no era muy pesada, por lo que sólo me hizo rasguños y moretones.
En cuanto el aire empezó a pasar de nuevo por mi garganta empecé a toser convulsivamente, hasta que mi respiración se normalizó.

Escuché ruidos en la habitación de al lado. Empecé a gritar los insultos más aberrantes que se me cruzaron por la cabeza, pero de mi boca sólo salían ronquidos. Otra vez empecé a toser.

La puerta se abrió. Quienes entraron no eran ni la vieja, ni el viejo, ni Marcos. Eran dos hombres que no conocía y que se asustaron al verme tirada en el piso. Se acercaron. Me hablaban pero yo no les contestaba. Me sacaron la estantería de encima y me llevaron hasta la cama. Uno de ellos le indicó al otro que trajera algo. El otro se fue y volvió con una tenaza que usó para cortar la cadena. Toqué mi cuello. Lo tenía muy lastimado y me dolía horrores, pero no podía creer que no tuviera nada atado a su alrededor. Lloré, lloré muchísimo.

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